Hoy quiero copiaros la historia de Verónica, ella es una mamá que ha vivido dos lactancias completamente diferentes, seguro que muchas mamás sentirán muy identificadas con ella.

La mía es una historia agridulce. Agria por mi primera experiencia, y dulce por la segunda.
Hace cuatro años me quedé embarazada de mi primer hijo. Fue un embarazo muy buscado, pero con tratamientos de fertilidad por medio lo logramos. Desde el principio tenía claro que quería amamantar a mi bebé, porque de verdad creo que es lo mejor para ellos y porque para mí es lo natural, lo que siempre he visto en todas las mujeres de mi familia. 
 
Llegó el momento del parto, y las cosas no fueron como yo había imaginado. Llegué al hospital con 3cm y muy poco después la ginecóloga llegó diciéndonos que había riesgo de sufrimiento fetal y que el parto no avanzaba, así que a cesárea. No estaba preparada para aquello, y me dio un bajón tremendo. Entré en el quirófano llorando después de despedirme de mi marido, con el que quería haber vivido ese momento.
Me sentí muy mal allí, todo era tan artificial, estaba con los brazos en cruz atados en la camilla, no terminaba de aceptar por qué no iba a poder parir. Cuando sacaron a mi hijo le oí llorar, oí cómo las enfermeras decían lo grande y guapo que era, y después de un tiempo que se me hizo eterno, ya envuelto en toallas, mantas, con ese horrible gorrito que les ponen en el hospital, me lo acercaron para que le diera un beso. Con los brazos atados. Ni siquiera pude abrazar a mi bebé. ¿Qué había del contacto piel con piel, de los beneficios de poner al bebé al pecho nada más nacer?
Me llevaron a una enorme sala llena de biombos con camas de enfermos que se recuperaban de operaciones, recuerdo que enfrente de mí un señor mayor tosía, se quejaba y se intentaba arrancar las vías de suero.
Cuatro horas. Cuatro horas sin saber nada más de mi hijo, ni de mi marido, pidiendo cada vez que pasaba el personal por delante que me dijeran algo, que me llevaran a la habitación, que estaba perfectamente y que necesitaba ver a mi niño. Al parecer habían cambiado de turno, tenía que pasar el médico a verme…
Luego supe que mi marido intentó hasta la saciedad que le dejasen pasar. Me pareció inhumano. Con esa enorme tristeza me encontré por primera vez con mi niño. Le habían dado dos biberones porque tenía mucha hambre, y cuando yo pude cogerle estaba dormido. Intenté despertarle y ponerlo al pecho, pero ese instinto se había perdido. Seguí intentándolo, pero el pequeño seguía durmiendo.
Durmió muchas horas, muchas, lo intenté todo, mojarle la carita, hacerle cosquillas en los pies… Cuando por fin despertó tenía hambre. Me lo puse al pecho, y no había manera de que se enganchara, él lo que quería era lo que le habían dado antes, que salía más fácil, y mis pezones huidizos tampoco es que ayudaran mucho.
Pedí ayuda a las enfermeras, que venían y cogían la cabeza de mi niño a la fuerza achuchándolo contra mi pecho hasta que lloraba tanto que se ponía morado. Me pasé horas en el sacaleches eléctrico que tenían en una sala de lactancia para ver si así estimulaba la subida porque el niño no succionaba apenas. Entre tanto mi hijo se dormía y pasaba horas y horas. Una de las veces en las que no podía despertarle llamé a una enfermera y de mala gana se lo llevó para mirarlo. Vino corriendo, tenía una bajada de azúcar, tenía que comer y no había tiempo que perder intentando ponerlo al pecho. Me rendí. Mi hijo tenía que comer y yo no tenía nada que ofrecerle.
Después de tres días en el hospital, entre el sacaleches eléctrico y uno manual que pedí que me trajeran, de mi pecho no salió absolutamente nada. Desconozco el motivo, supongo que mi estado de ánimo unido a la falta de succión… pero es una hipótesis. Cuando ya decidí que mi hijo, antes que nada, tenía que comer, pasaron dos cosas. Una fue que me tuve que pelear con media plantilla de enfermeras del hospital que se empeñaban en no darme biberones porque tenía que seguir intentando ponérmelo al pecho (para qué, para que sigan dándole bajones de azúcar?).
la otra, que me sentí menos madre, menos mujer, por no haber parido ni haber podido amamantar a mi hijo. Esa fue la parte más dura, la que me duró meses, la que me dolía cada vez que alguien me decía: “no le das el pecho? qué pena” porque yo sí quería. Tanto me achucharon a mi hijo contra el pecho en el hospital intentando obligarle a engancharse que durante meses, cuando él me veía desnuda lloraba sin parar. Si me veía el pecho y me arrimaba a él lloraba como no ha vuelto a llorar nunca. Y esto es tan cierto como que cada mañana sale el sol.
Y lo que debería haber sido esa tristeza pasajera fruto de la bajada de hormonas que sufren muchas mamás, se convirtió en una importante depresión post parto que requirió de medicación para que por fin pudiera disfrutar de la maternidad como debe ser, mirando a mi hijo y sintiéndome feliz por tenerle. Para llegar a eso pasaron 7 meses.
 
Cuando mi hijo tenía 16 meses llegó la sorpresa. Estaba embarazada. Fue totalmente inesperado, y al principio me asusté pensando en lo mal que estuve después de nacer mi niño. A los pocos meses me prometí que esta vez no sería igual, porque pasase lo que pasase estaría preparada. Si no podía darle el pecho, no importaba, pero intentarlo lo iba a intentar. Cuando estaba embarazada de unas 30 semanas me compré unas conchas formadoras de pezón de Medela, y empecé a usarlas por las noches, y más adelante durante todo el día, para ponérselo más fácil a la hija que iba a tener. Intenté hacer un plan de parto para rogar al hospital que en caso de ser cesárea dejasen entrar a mi marido y me dieran a mi niña nada más sacarla, pero mi matrona me aseguró que iba a ser perder el tiempo porque jamás me lo aceptarían. Debí haberlo hecho de todas formas.
 
Llegué a la semana 41 y como no me puse de parto, fui a inducción. Lo había intentado todo: largas caminatas, relaciones con mi marido, visualización… Nada. 10 horas estuve con oxitocina, y no dilaté ni medio centímetro, por más ganas que tenía de un parto natural. Otra cesárea. Lloré, sí, pero menos. Era una posibilidad, y tampoco conseguimos que dejaran pasar a mi marido (el ginecólogo se rió de nosotros por plantearlo). Para colmo de mis males, al llegar al quirófano tenía sensibilidad plena, la epidural se había desvanecido. La anestesista aseguraba que yo la estaba bloqueando, pero fuera lo que fuera, me acabaron poniendo una mascarilla y durmiéndome.
Esta vez no escuché nacer a mi hija, cuando desperté una enfermera me dijo que era muy grande y muy guapa (“como su hermano”, pensé). Y cuando volví a aquella gran sala de reanimación, al primer enfermero que ví le dije que no quería estar allí más que lo necesario, que la vez anterior lo había pasado fatal y que hiciera el favor, por humanidad, de no dejarme allí cuatro horas tirada sin motivo.
A la hora y pico, casi dos horas, me llevaron a mi habitación. Mi hija me pareció lo más bonito del mundo, la cogí y me buscó, se enganchó a mi pecho y esa noche durmió a mi lado. Eché mucho de menos esos días a mi hijo, y me pregunté muchas veces por qué con él no lo hice así, por qué no le cogí más, por qué no le tenía siempre conmigo. Me dejaba llevar por los que me decían “no lo cojas, que se acostumbra”, “el niño debe estar en su cuna”. Pero esta vez sería diferente, iba a ser mi última oportunidad, y la iba a aprovechar como me diera la gana. 
 
No fue fácil, porque a mi pequeña a veces le costaba engancharse de uno de mis pechos, y al principio en el hospital teníamos que engañarla echándome unas gotas de leche con una jeringa en el pecho para que se enganchara bien. Tampoco fue fácil cuando a los quince días ganaba el peso justito. Pero perseveré. Y gané. Hoy mi niña tiene casi 13 meses, y darle el pecho está siendo una de las mejores experiencias de mi vida. Sentir que la estoy alimentando, y compartir con ella esos momentos sólo nuestros es lo más bonito que me ha pasado.
 
Pero he vivido las dos caras de la moneda, y no puedo dejar de pensar que tengo otro hijo, y que no es menos hijo no yo menos madre suya por no haberle dado el pecho. Así que a las que van a ser mamás les digo que la lactancia es algo maravilloso, pero criar a un hijo con biberón también lo es, porque lo más importante es que os sintáis felices con vuestros hijos. Y a las radicales de la teta, sólo os pido que cuando veáis a una madre con un biberón en la mano no la juzguéis, nunca sabemos qué historias hay detrás de esa decisión.
 
Por cierto, si mi hija decide que quiere mamar hasta los cuatro años no se lo voy a impedir jeje.
¡Muchas gracias Ana por esta historia tan sincera y preciosa!

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– La historia de Eva

– La historia de Sylvia

– La historia de Sandra

– La historia de Carlota

 – La historia de Conchi

– La historia de Carla Candia

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